martes, 3 de febrero de 2009

CIENCIAS.

EDGAR NEVILLE
(Madrid 1899 - Madrid, 1967)

El único amigo

Dios estaba en el cielo, como siempre; no tenía más re­medio. No es que dejase de gustarle, pero tampoco le excitaba demasiado estar allí: el cielo para él era el hogar. El encontrarse allí era algo natural; no había tenido que ganárselo a fuerza de privaciones; se había encontrado en el cielo por derecho pro­pio: era el primero en haber llegado.




Lo malo es que lo sabía todo y los otros no sabían na­da, y le preguntaban todo el tiempo; y peor era cuando no le preguntaban porque creían saber.

Aquello estaba lleno de aduladores, y además, en el cielo se pierde la personalidad; así resultaba de monótono. El saberlo todo eliminaba las sorpresas, lo inesperado; siempre conocía el final de los cuentos.

No se quejaba; pero, a veces, se aburría mucho.

Había una excepción: Dios no se aburría nunca cuan­do seguía los pasos en la tierra a un tal Fernández.
Fernández era un sabio, o sea, que se levantaba tempra­no y miraba al microscopio cómo corrían unos bichos; pero también era un genio, o sea, que algunos días no se levantaba y no hacía nada, y otros pintaba un cuadro o escribía unos versos.
Cada día presentaba un nuevo perfil, siempre admira­ble. Era el verdadero genio, y Dios estaba encantado con él.
«Es lo mejor que he hecho», decía; y por las mañanas, no más levantarse, se asomaba a seguir la jornada del fenómeno.
—A ver qué inventa hoy —se decía; y Fernández no defraudaba nunca a su Creador; un día era un poema, otro día era el remedio para una enfermedad; siempre aportaba algo positivo antes de volver a dormir.
Dios, que está en el secreto de todo, le veía abrirse pa­so hacia la verdad, y admiraba su tesón y su certeza. A veces hacía trampillas para ayudar a su amigo y que éste descubriese lo que no hubiera descubierto solo.
Cada día estaba Dios más interesado en los pasos de Fernández y más desinteresado de la vida celestial. Asomado a la tierra, no le preocupaban los pequeños incidentes que ocurrían a su alrededor; sólo le interesaba la vida de Fer­nández, el hacerle grata la jornada, el apartarle los peligros, el procurarle momentos de alegría, el estimular su imagi­nación.
Dios no influía directamente en él, porque hubiera si­do estropear la personalidad del genio; pero procuraba organi­zar todo alrededor de su vida para que Fernández no sintiese frenos ni molestias; medio planeta se movía, pues, sin saberlo, en un sentido agradable a Fernández.
—Se lo merece todo —decía Dios.
Y el genio, en efecto, se lo merecía todo. Lo mejor era su inaprensibilidad. A veces, Dios se levantaba pensando en que iba a verle descubrir un microbio, y se lo encontraba pla­neando un rascacielos. Era así.
Pero un día llegó un rumor, y Dios tuvo que escuchar­le. Parecía que Fernández era... ¡Pero no podía ser!; pues sí, sí; parecía, vamos, estaba probado, que Fernández era ateo; que no creía en Dios, vamos.
Fue la consternación. ¿Pero es posible? ¿Pero es po­sible que mi obra predilecta, que mi obra preferida, no crea en mí? ¿Pero es posible?» Se llevó un gran disgusto.
Los de su camarilla creyeron el momento oportuno pa­ra meterse con el sabio; pero Dios les atajé: «No; es desdichada su falta de fe, pero su obra y personalidad es admirable».
Claro que al día siguiente no se asomó a verle; no hu­biera estado bien; pero el Señor se aburrió lo suyo, y estuvo mohíno todo el día. Al siguiente se asomó un poco: el hombre había seguido su vida como si tal cosa; trabajaba en algo, en un libro, muy ocupado.
Dios se apartó otra vez y se paseó por el cielo, con las manos en la espalda. Apelando a su fuerza de voluntad, estuvo varios días sin volver a ocuparse de Fernández; pero cuando una tarde echó, a la distraída, un vistazo, se encontré con que el genio venía de dar a luz un maravilloso libro nuevo.
—Ya me lo he perdido —dijo Dios, fastidiado de no haber asistido a la elaboración de la obra, y la curiosidad le hi­zo volver a asomarse.
El libro era sobre religión, hermoso, pero terrible si se veía a vista de pájaro, o sea desde el cielo. La idea de Dios que­daba destrozada.
El Señor no hacía más que leer y meditar las ideas del genio; en el cielo lo habían dejado ya por imposible.
Y Dios estaba asombrado, por la brillantez de la teoría ateísta.
—¡Qué hombre! ¡Qué hombre! —murmuraba; y le en­tró la duda—: Si un hombre de ese talento —se decía— y de esa pureza intelectual no cree en Dios, ¿no irá a tener razón, a lo mejor...?
Al principio le pareció un absurdo el pensarlo; pero, poco a poco, la duda se abría camino en su espíritu.
—Yo soy Dios —decía—; primero, porque he deci­dido ser Dios; segundo, porque los demás me llaman así; ter­cero, porque alguien había de ser Dios. Pero ¿eso es bastan­te? ¿Tengo derecho a serlo? —Y la duda se abría como un abanico.
Y Dios estaba en la cúspide de todo y no sentía la emo­ción de lo desconocido; cuando quería hablar con alguien inte­ligente, tenía que monologar; el sentimiento divino de la ascen­sión le era ajeno; de haber hecho algún movimiento, hubiera sido para bajar. En cambio, el genio crecía y crecía por días, y su esfuerzo abría nuevos caminos y no había más remedio que sentirse apasionado por su marcha.
—Dios, ser Dios —decía el Ser Supremo—; lo bonito es querer ser Dios.
Y la teoría ateísta caminaba en su espíritu; tampoco él creía en una potencia superior a la suya; tampoco podía creer en algo más poderoso que él, en algo sobrenatural.
—¿Creo yo en Dios? —se preguntaba—. ¿Adoro yo a un Dios? —y tenía que responderse negándolo. Así fue dándo­se cuenta de cómo él tampoco creía en Dios; de cómo él tam­bién, a su modo, era un ateo.
El descubrimiento, lejos de apenarle, le produjo una sonrisa.
—Fernández y yo somos correligionarios —se dijo—; un par de ateos —y esa idea de afinidad con el hombre admira­do le hacía feliz.
Fue ya sin reserva alguna cómo siguió la vida del genio paso a paso. Su admiración, libre de freno ya, iba adivinando al hombre: «Es casi un Dios», decía.
¡Qué respeto por aquella poderosa inteligencia! Era un respeto religioso... ¡Qué chicos e insignificantes le parecían los demás hombres, aquellos que le pedían constantemente cosas ínfimas, como si él hubiera sido los Reyes Magos!
Comprendió que su existencia no sería completa sin la compañía de aquel ser extraordinario; de aquel ser que, por lo mismo de no creer en él, había de tener una independencia de espíritu que le permitiría conversar en un plano de compañe­rismo que no había conocido nunca. Aquel ser era el único que le iba a hablar de usted.
Dios estaba harto de que le dijesen «sí» a todo.
Meditó, pues, en el medio más razonable de atraerse la amistad del genio, la persona del genio, y, como era de esperar, lo encontró en seguida: había que quitarlo del mundo y subír­selo aquí para seguir su trabajo. «Aquí trabajaremos juntos; yo procuraré no saberlo todo.»
Y le eligió una muerte suave y dulce; el sabio no se en­teró, y desapareció de la tierra en plena gloria, en plena apoteo­sis; todo fue por lo mejor
—Mañana viene —dijo, gozoso, el Creador—. Maña­na tendremos entre nosotros a Fernández.
Pero la noticia cayó en frío entre los bienaventurados; ellos sólo tenían admiración para su Dios, porque les daba cosas, porque les podía castigar y porque no tenían imagina­ción para más. De Fernández, poco sabían: que era un hombre como ellos, que escribía libros y que inventaba bichos. Todo eso ya no les importaba. Pero Fernández era, además un répro­bo, un ateo: decía cosas terribles de la religión y de Dios. Se co­menzó a murmurar en el cielo: «Si entra ése aquí, ¿por qué no abrir las puertas a todos los demás? ¿Con qué derecho se nega­rá la entrada a los comunistas?». Se lo hicieron saber a Dios; le dijeron que un excomulgado no podía pisar esas nubes, y Dios lo podía todo; pero comprendió que Fernández no iba a estar a gusto en aquel medio, con aquella gente que no lo iba a com­prender y que no le iba a querer; además era hacer diferencias. Dios comprendió que no debía llevar a Fernández al cielo, y, como no había otro sitio, le arregló un lugar en el purgatorio, junto al borde, donde no se sufría, y dispuso todo para que no le faltase nada, para que Fernández no echase de menos la tie­rra. El mismo fue a verle llegar
Desde entonces, todas las tardes, a las cuatro, cuando Dios había terminado sus quehaceres, salía a escondidas y se mar­chaba al borde del purgatorio a estar con Fernández; debajo de su manto llevaba un vaso de agua, que es lo que más se agradece allí.
Sentado junto a su amigo, pasaba las horas hablando con él, trabajaban juntos y eran felices. Fernández no había ha­llado nunca un compañero tan sutil y tan bueno como ese señor que le traía agua todas las tardes; y en cuanto a Dios, no había sido nunca tan feliz en su vida. Compenetrados ideológi­camente aquel par de ateos, se libraban sin reserva a la crea­ción, al descubrimiento.
A Dios, lo que le costaba más trabajo era el no saber lo que iba a ocurrir.
El Señor dedicaba todo su esfuerzo a ocultar su condi­ción de Ser Supremo; temía que su amigo, al saberlo, se desin­teresase de él y le restase mérito a sus trabajos de descubri­miento. Además, el día que Fernández descubriese la verdad sería el día en que dejaría de ser su amigo para convertirse en un adorador más: le hablaría de tú y no se atrevería a discutir ni a trabajar al mismo nivel que él.
Todas las tardes, a las cuatro, llegaba con su vasito de agua, y el genio, después de bebérselo con deleite, imponía la la­bor del día. Dios le seguía encantado, y la jornada era una delicia para ambos. Aquel borde de purgatorio era un verdadero paraíso.
Algunas veces hablaban de religión, y Dios era el más vehemente defensor de las teorías del sabio; ya no hablaban de Dios: habiendo convenido en su no existencia, era superfluo hablar de ello.
Sin embargo, en el pecho del sabio entraba una duda. Una duda que no dejaba concretarse, pero que provenía de lo extraño de todo lo que le estaba ocurriendo; sobre todo, de la aparición de aquel amigo extraordinario que tenía la delicade­za de darle agua, el poder de transitar por todas partes y la in­teligencia creadora más fina que había conocido nunca. Si hu­biera sido sujeto apto a creencias, tal vez hubiera creído en que su amigo era Dios. Pero la sola idea le hacía reír
Mas la duda insistía en sus sienes, y aunque nada decía a su amigo, le observaba detenidamente. Dios estaba apuradísimo­ y, tratando de disimular en lo posible su identidad, se ha­bía afeitado. Si perdía ese amigo, perdía al único igual, al único ser que le interesase y con quien fuera feliz y pudiera ser natural; al único al que no tenía que bendecir cada diez minutos y lla­marle «hijo mío».
Pero un día no pudo llegar a la hora de costumbre, y el genio conoció, por su dolor, el afecto inmenso que sentía hacía ese amigo maravilloso. Meditando, se afirmaba en él la absurda idea de que pudiera ser Dios. Esa posibilidad destruía por su base su filosofía y su obra, toda ella elevada sobre el ateísmo y sin más fe que en el esfuerzo del hombre. Todo se venía abajo, si aquel amigo resultaba ser Dios.
El genio no quería que lo fuera; pero el temor era in­menso, y más a cada minuto que pasaba.
—Será Dios, y me va a despreciar por idiota —se decía.
Pero a las cinco y media llegó su amigo. Llegó discul­pándose con excusas más o menos bien fundadas; traía el vaso de agua.
—No he podido venir antes —dijo, en un tono que quería indicar que alguien no le había dejado venir.
—No ha podido venir, ¿eh? —contestó el genio, mi­rándole a los ojos; y luego, decidido a jugárselo todo, le pre­guntó:
—Dígame la verdad, no me engañe, júreme que no me engaña: ¿es usted Dios?
El Señor soltó su mejor carcajada; una claudicación arruinaba la felicidad de ambos para siempre.
El genio insistía:
—¿Es usted Dios? Ande, dígamelo, confiéselo; ¿es us­ted Dios? No le dé vergüenza. ¿Es usted Dios? No diré nada. ¿Es usted Dios?
Entonces Dios se puso medio serio y le tendió el vaso de agua, diciéndole:
—Pero ¿se ha vuelto usted loco? Pero ¿va usted a creer ahora en esas cosas? ¿Le pregunto yo a usted si es usted Dios?
—y le tendió el vaso de agua, obligándole a beber, al tiempo que decía en tono de broma—: Mire que ir a creer ahora en ab­surdos. Ande, beba el agua y no piense más en tonterías...


Del libro Música de fondo
Ed. Biblioteca Nueva, 1936.

MARÍA CRUZ MERLOS

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